Aquí estoy, sentado, perdido en mi oscura y angosta habitación, rodeado de viejos y polvorientos libros de los que solo quedan palabras olvidas, escritas por perseguidos herejes, encuadernadas cuidadosamente en la piel desgastada de algún gran rumiante y bellamente ornamentadas con letra doradas. Trabajos ya casi defenestrados los de los artesanos encuadernadores, trabajos ellos tan bellos como los del propio Boticelli. Mis valiosos libros, colocados cuidadosamente en las antiguas estanterías de un mueble de madera tan noble como roída por la hambrienta carcoma que a lo largo de los años ha saciado su voraz hambre en mi pobre y bello mueble. Lloro la destrucción de tan preciado legado familiar del que no supe cuidar apoyado en el frontal de mi ventana. ¡Oh mi ventana! ¡Mi amada ventana! Que feliz fui una vez mirando la vida pasar a través de tus pequeños y rotos cristales. Viendo a los niños correr por las amplias y luminosas calles de tan distinguida ciudad. Pero ahora solo hay oscuridad. Oscuridad y lamentos de esos niños encerrados en sus pequeñas casas de madera. ¡Esos lamentos! Cada día los oigo. Les oigo gemir, gritar, llorar y rasgar la madera. Desean tanto volver a correr. Y yo ni siquiera puedo secar mis lágrimas en la rasgada cortina de terciopelo rojo. Como disfrutaba con sus suaves caricias. Como anhelo sus calidos abrazos. ¿Y tú que miras a través de tus descoloridos ojos? ¿Por qué te ríes de mi desdicha? ¡Debería ser yo quien se riese, estando la vejiga de tu gaita tan roída por los ratones! Pero si el verde de la hierba sobre la que fuiste dibujado hace tiempo que dejo de brillar. Y como lo lamento, mi buen camarada. Tu que supiste escucharme en mis mas profundos sueños. Sueños que nunca cumplí por temor a no realizarlos, por temor a que no fuesen tan embriagadores como los imaginé. Como quisiera salir y tener el valor de cumplirlos. Como me gustaría cruzar esa atorada puerta. Cerrada por el paso del tiempo que oxidó sus metálicas bisagras. Todavía recuerdo cuando el carpintero vino con su poblado bigote y ancha sonrisa a colocar la maciza puerta en la entrada de mi habitación. Una vez fuiste muy transitada, pero hoy estas cerrada y nadie volverá a abrirte nunca más. La humedad te dilató y desencajó a ti y a tu inseparable marco y desgarró el grácil barniz que te hacia resplandecer de orgullo. Ya nadie volverá a girar tu dorado pomo. Suicida que descansa en el frío suelo de mármol. Polvoriento, agrietado y vació suelo.
Y aquí estoy yo, sentado, perdido, en mi oscura y angosta habitación. Ventura de mi desventura. Prisión de mi libertad. Descanso de mi breve eternidad. Principio y fin de mi triste esperanza. La más gélida soledad.